Una vez estaba haciendo la tarea, sentada en una de esas sillas de roble lustrado y mimbre de la mesa del comedor, que todavía está. El cuaderno era de tapas duras, forrado en azul araña, casi nuevito. Hojas rayadas, papel grueso de cuando las cosas tenían que ser fuertes para durar. Corría 1966: empecé primer grado con cinco, justo ese año habían habilitado el ingreso a los que cumplían seis hasta fin de clases. Usaba una lapicera Scheffer de pluma, con cartucho de tinta azul. Las Parker eran más caras pero también más pesadas para sostener.
En un momento, no sé bien cómo, de la pluma salió un chorro de tinta que intempestivamente sembró un cono azul. Había manchado, arruinado, destruido la novedad blanca de la pureza inicial por un tonto accidente técnico. No sólo una, sino muchas, el azul tinta se iba achicando hasta desaparecer después de dar vuelta varias hojas. Me puse a llorar. Al escuchar mi desazón, mi mamá que siempre andaba por ahí cerca, se sentó al lado mío con una caja de lápices de colores y me enseñó: en cada mancha dibujé una flor. Del error nació una revelación que me abrió un abanico de ventanas, y una enorme paz interior que me guía como ostinato hasta en los peores momentos.
Durante años mi mamá atesoró mis dibujos infantiles, incluso guardó algunos cuadernos de la primaria como reliquias que -sabía- alguna vez miraría con otros ojos, los de adulta, los de artista.